La vi en la otra esquina
Despierto muy temprano. Está aún oscuro. Pero no tengo sueño. Vengo saliendo de una extraña sensación de no haber dormido. Y sí de haber luchado bastante por hacerlo. Cierta modorra me impide ver la hora aunque sé que todavía falta para que aclare. Intento no moverme a fin de que Tamara siga durmiendo. Tal vez, debería cerrar un poco la ventana porque el frío puede despertarla y arruinar aquel momento en que ella se ha arrimado a mi espalda en la consabida cucharita que anhelan todos los seres humanos. Se pega a mi cuerpo que todavía no emerge totalmente de la vigilia, como si ella quisiera fundirse en mí para retomar el hábito cotidiano de emprender el viaje en busca del otro.
Razón por la cual me doy vuelta hacia ella generando una nueva sensación. Ambos frente a frente, en una atmósfera sutil de complicidad y cariño. Un espacio cálido que no era mío ni suyo, pero estaba ahí al cuidado de nosotros mismos, de nuestras pequeñas diferencias de cuatro décadas, haciendo una suerte de halo que podíamos respirar en profundo silencio. Como si ambos supiésemos que el callar en esa instancia compartida era la condición básica de la mutua comprensión y del indispensable perdón espontáneo de nuestras falencias. Que no eran pocas.
Pero ella no está absolutamente dormida porque en su respiración noto un dejo de alerta. Como si quisiera no olvidarse de que hoy es su cumpleaños y que le gusta mucho que la salude antes de levantarnos. Es casi, casi como si estuviera durmiendo sin dormir. Una suerte de juego coqueto a la espera de que yo la salude como primer gesto de la mañana. Espero a que ella estire algo sus brazos, entreabra sus ojos, runrunee un poco para superar los estragos del alba y luego ella pueda llegar airosa a los quehaceres del día. Del día de su día de cumpleaños.
No sé verdaderamente por qué recordé aquella lejana ocasión en que, estando recién casados -y viviendo con mis padres en su casa de calle Asunción- ella dio inicio a la ceremonia previa de lo que serían sus siestas sagradas del día sábado. La veo hundida en el sofá del living, empequeñeciéndose, encogiéndose para hacerse una suerte de ovillo, sumergiéndose en sí misma, filtrándose en su propia historia en busca de alguna memoria. De algún hito a partir del cual reconstituirse en el presente. Como si eso fuese posible. Y me desvía la vista, vuelve a encender la colilla de un Hilton que ya se le había apagado y que naufragaba en el cenicero de la mesita de arrimo entre la ceniza acumulada de otras aspiraciones. Numerosas aureolas de humo nos separaban en ese instante y, a través de esas volutas etéreas, veo su rostro hermoso, lleno de un cierto misterio imperial egipcio. El mismo que tiene ahora cuando aún no se despega de ese sopor envidiable que otorga el sueño.
Casi el mismo de aquella imagen recién recordada y que entonces me miraba con cierta ambigüedad. Había en sus ojos un llamado, un aliento de auxilio que el orgullo le impedía manifestar. Aunque ese sortilegio duró sólo algunos segundos y se desvaneció de inmediato. Incluso, es posible que ni siquiera ella haya dibujado esa expresión y solo se tratase de mi deseo proyectado. De mis ganas de ver en ella algún signo de debilidad para yo so- correrla. Entonces, ella se yergue levemente y mueve con mucha sutileza sus labios.
–¿Qué pasa, Nico?
— Nada…
Ante lo cual Tamara volvió a tenderse envuelta en su nube humeante con la vista fija en la portada del Vea donde aparecía una amiga suya. Dio vuelta la primera página con expresión satis-fecha, dejándome turbado ante mi incapacidad de comunicarme.
Luego, ante mi silencio, abandonó su cigarro y la revista para entregarse a su dormitar. Sí. Tengo nítida aquella escena primordial. Aquel fenómeno extraordinario que se generó al cabo de un rato cuando a su empeine llegó un diminuto rayo de sol colado por la ventana y supongo que el júbilo de su rostro era un asunto casual gestado entre la naturaleza y ella. Pero enriquecido a través de un pacto primaveral secreto, una especie de mutua y perdurable relación de todos los sábados cuando, luego del almuerzo, ella se arrellanaba allí como si yo no existiera cuando, la verdad, es que me comían los celos.
Estaba celoso de la cálida maniobra que hacía el sol para conquistar a mi mujer en mi presencia. Ella se entregaba a él y yo era testigo de aquel engaño en circunstancias de que me habría gustado que me hubiera invitado a hacer la siesta juntos.
Perplejo ante aquello, me doy cuenta que la única respuesta a esos acontecimientos tan menudos e importantes para mí era la evidencia de que Tamara estaba frente a mí.
Que bien pudo haber sido una Andrea, una Gloria o qué se yo. Que no hay razón alguna para pensar que pude ser sacerdote, médico o político, todo eso da lo mismo.
Porque ella está ahí desafiante con esa minifalda escocesa tableada, recostada en el sofá, absorta en sí misma. Apertrechada y cómoda entre los muros de su absoluta seguridad e independencia. Como si no necesitara de nada ni nadie para ser feliz. Ella, simple-mente, era la fortaleza en sí misma. Y siempre lo había sido.
En ese crucial momento percibí algo en mi interior. Un movimiento. Un roce. Una señal buena. Una chispa invisible que me gustó. De alguna manera muy sutil sentí entonces que tenía grandes ventajas el ser realmente uno mismo. Que yo también, al igual que Tamara, tenía ante mí la posibilidad cierta de hacer una buena vida.
Me vi entrando en los recovecos de ese vago descubrimiento que me trasladó a los primeros pasos, a las acciones relevantes, como aquella de Tamara en plena pubertad, aún algo gordita, enérgica y también como la única chica traviesa del entorno.
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